Las expresiones como las de Yoani Sánchez (”Cubanos y punto”) y las declaraciones como las de Tania Bruguera (“No seamos ni esclavos ni consumidores: seamos ciudadanos”) se refieren a las condiciones sociopolíticas y socioeconómicas de Cuba. Pero hay en ellas algo más. Estas expresiones intuitivamente tocan la redefinición de la identidad isleña. Estas frases parecen ser una respuesta al racismo subyacente del régimen que desde 1959 impuso una identidad revolucionaria como parte del discurso del poder. Este estudio en la primera parte analiza (1) el racismo como “guerra de clase”; (2) la construcción y asignación de identidades categóricas; y (3) algunas de sus consecuencias socioeconómicas en el trabajo privado o “por cuenta propia”. En la segunda parte, observo las representaciones textuales de esta racialización de identidades categóricas en los escritos del escritor y cineasta Eduardo del Llano publicados en Internet.
RACISMO COMO “GUERRA DE CLASES”
Cuando se habla de racismo impuesto por el discurso revolucionario no me refiero al racismo tradicional que estudian los tratados de sociología o la historia, por ejemplo del predominio de los hombres blancos en la familia gobernante o la discriminación de personas de piel oscura en el mercado de trabajos remunerados en divisas o el envío de remesas de dinero desde el exterior a familiares y amigos predominantemente blancos. Uno de los rasgos del discurso revolucionario convertido en gran narrativa del poder es un racismo subyacente que no se menciona. Esta discriminación encubrió la “guerra de raza” con el discurso cientificista decimonónico. El historiador y pensador Michel Foucault desarrolló la idea de que esta “guerra de raza” se relanzó como “guerra de clases” y se introdujo como parte del discurso revolucionario, en particular en la nueva sociedad soviética: “In Soviet State racism, what revolutionary discourse designated as the class enemy becomes a sort of biological threat” (Foucault 83). Para ser justos, este racismo subyacente en el discurso de lucha de clases revolucionario existía antes de 1959 en Cuba, pero con el giro totalitario posterior el racismo subyacente se extendió hasta convertirse en la única forma en que la familia gobernante categoriza y “maneja” a los pobladores de Cuba. Desde los primeros días de 1959, el cuidado de la “salud” del gobierno (o el “derecho a existir” de la revolución [Castro, “Palabras”]) consistió en distinguir a los revolucionarios y a quienes no lo eran. Los enemigos reales o imaginarios (sociales, políticos o económicos) eran calificados como contrarrevolucionarios y tratados como seres inferiores proclives a enfermedades contagiosas que debían ser separados del cuerpo social o eliminados. Por ejemplo, esta percepción sociobiologicista es propia de Fidel Castro. El uso de la palabra “gusano” para referirse a los políticos de la oposición se encuentra en uno de sus escritos en fecha tan temprana como 1956 (Triff, “Paradojas” 190).
DISCURSO REVOLUCIONARIO E IDENTIDAD CATEGÓRICA
Para los efectos de este estudio, se entiende por discurso revolucionario (o contrarrevolucionario) cualquier narrativa de la revolución que propone o tiene en cuenta que un partido de vanguardia tome el poder por cualquier medio para efectuar transformaciones sociopolíticas que impongan la justicia social. El revolucionarismo y el nacionalismo nacieron prácticamente a la vez y, como el sociólogo checo Ernest Gellner asegura, hasta cierto punto los intereses de la comunidad y de la nación viajan juntos (110–12), sobre todo en pueblos y gobiernos en los que la identidad comunal puede ser similar a la identidad nacional (por ejemplo, sus miembros comparten el territorio, la lengua y la religión) (Gellner 113–14). Esto permite aplicar el concepto de identidad práctica y categórica del discurso nacionalista que estudia Patrick C. Hogan en su libro Understanding Nationalism (2009) a las identidades del discurso revolucionario.
En otro lugar he comentado la identidad cubana en términos generales (“Paradojas”; “Cambio cultural”). El estudio de Hogan sobre la identidad es muy útil porque describe con más detalle el concepto de identidad. En pocas palabras, para Hogan la identidad práctica es la que identifica al individuo o al grupo por lo que hace, mientras que la categórica lo identifica por la etiqueta o rótulo (label) que se le impone (12–13; 24–37). Unas características de la identidad categórica son la calificación arbitraria (no hay relación objetiva entre la etiqueta y el individuo), la calificación puede cambiar según los intereses de quien la impone y, más importante aún, este rótulo tiene un poder motivacional (basado en los sistemas de emociones humanas) que impulsa a la acción (Hogan 9; 93; 109); es decir, tiene el poder de impulsar a los miembros de la sociedad a solidarizarse o a rechazar al identificado según la etiqueta impuesta independientemente de evidencia contraria. Por ejemplo, uno puede conocer muy bien a una persona por años, y tenerla en gran estima, pero una vez que alguien señala a la persona de manera peyorativa como católica en una comunidad predominantemente protestante, la actitud positiva y la conducta pro social de uno cambia aun en contra de la experiencia personal previa que uno tiene de la persona.
En el nacionalismo así como en el discurso revolucionario es esencial identificar al grupo interno de los amigos del líder político o héroe narrativo (in-group) y al grupo externo que representa a los enemigos (out-group). En sociedades más o menos abiertas, modernas, el efecto del llamado asesinato de la reputación (Rojas, Blanco y Aragón), que es similar a la asignación de una etiqueta peyorativa asociada a alguna falta moral o legal, puede tener un efecto moderado comparado con las sociedades totalitarias en las que la asignación de una identidad categórica negativa a un individuo equivale casi siempre a una condena a muerte (social o física, o ambas) en la práctica.
Para entender las identidades en los regímenes totalitarios debe explicarse cómo funcionan. En otro lugar se han comentado algunos rasgos de la vida en estas sociedades y la perspectiva útil que ofrecen los estudios del Holocausto y de los genocidios comparados para entender este fenómeno (Triff “Intelectuales” 336). La vida diaria en condiciones extremas parece una contradicción. El sentido común nos dice que es imposible vivir en condiciones extremas a lo largo de una vida porque no hay vida que resista condiciones extremas. Pero lo cierto es que sucede todo el tiempo; por ejemplo, la mayoría de los seres humanos prefiere la esclavitud a la muerte y esa vida diaria en condiciones extremas se convierte en algo “natural”. Por “condiciones extremas” se entiende escasez de medios de sostener la vida física y también la vida moral que convierten a la víctima en un agregado social que a veces se comporta como victimario o como espectador pasivo de acciones criminales contra otras víctimas.
Lo que no se menciona es que en los regímenes totalitarios prolongados estas condiciones de vida también afectan a los victimarios, a los mismos que imponen las condiciones extremas a las víctimas.1 Por ejemplo, en Cuba los empleados o funcionarios afiliados al gobierno, los portadores de la identidad y la etiqueta positiva revolucionaria, viven afectados por el terror que ellos contribuyen a imponer; reciben humillaciones públicas similares a las de la población y a quienes son rotulados como contrarrevolucionarios; además practican en secreto el robo (“el desvío” de recursos del estado), la mentira (llamada “doble moral”) y la pereza (ausentismo y “baja productividad”) como describen los tratados de historia y sociología sin mencionar que estos comportamientos son similares a los de individuos sometidos a la esclavitud o la servidumbre por contrato (indentured servitude).
Todos los cubanos vivos y activos hoy han vivido en algún momento o viven en condiciones de hacinamiento, falta de privacidad, hambre y escasez permanente, sin soberanía ni autonomía individual. Es decir, aunque circulen por ciudades y campos, todos los cubanos han experimentado un estado prolongado de internamiento, de confinamiento en mayor o menor grado, de forma tal que cualquiera puede considerar la vida reglamentada por una o más de las limitaciones mencionadas como “normal”. Todos han experimentado la vida parecida a la del campamento militar (guarderías infantiles, escuelas al campo y escuelas en el campo, becas, viviendas comunales o albergues, además de los tradicionales solares o cuarterías) o la cárcel en la que la obediencia es la única actividad pública permitida. Como consecuencia de este “estilo de vida” es imposible conducir una vida moral y legal. La descripción de la vida en los guetos judíos recogida por el historiador clásico de los estudios del Holocausto Raoul Hilberg –guardando las distancias con cuidado—quizás ofrezca una ilustración adecuada para explicar la imposición de la identidad revolucionaria y su complejidad en las generaciones posteriores a 1959.2
¿Qué diferencia existe entre la identidad revolucionaria y la contrarrevolucionaria si el gobernante los trata a todos de acuerdo a su voluntad, no a la ley? Es una pregunta que tiene tantas respuestas como personas hay. Basado en el historial de los miembros de los Consejos Judíos, la diferencia consiste en la “intoxicación” con el poder que proporciona la identidad Hilberg (218), o el gusto por mandar y maltratar; todos de alguna manera se persuadían a sí mismos de que vivirían un poco más (o mejor) que los demás. Igual que en el campamento militar y la cárcel, la única postura “moral” posible, la única actividad pública socialmente aceptable, es la obediencia. Cualquier otra actividad pasa al espacio secreto, a lo prohibido, porque el espacio privado no existe (Triff, “Cambio” 330).
Tradicionalmente las personas a las que el gobierno asigna la identidad revolucionaria se consideran como los “blancos” en esa sociedad de internamiento y segregación social; creen que viven más y mejor, que se encuentran más cerca de los recursos económicos o prestigio social. Las personas a las que se les asigna alguna variación del rótulo contrarrevolucionario, los “negros”, tienen la certeza de que se verán acosadas y desprovistas de recursos mínimos de supervivencia.
Este no es lugar para hacer la historia de las identidades racializadas del discurso revolucionario transformado en discurso del poder, pero pueden darse algunos ejemplos tempranos en los primeros días de 1959, que ayudan a comprender el presente. Los revolucionarios (los “blancos”) que combatían al también revolucionario Fulgencio Batista calificaban al grupo externo, al enemigo (los “negros”), con el rótulo de “batistiano” o “marcista” (referencia al 10 de marzo, pero también marxista por su asociación con los socialistas en el pasado), mientras que los seguidores de Batista (que se consideraban “blancos”) calificaban a los rebeldes como “comunistas” (o sea, como “negros”). Ambos grupos en conflicto se descalificaban mutuamente como seres inferiores y agentes extranjeros. En las primeras horas de 1959, sin embargo, la identidad categórica subyacente en la etiqueta “batistiano” se multiplicó en otros rótulos peyorativos. Uno de ellos fue el de “criminal de guerra” que se les impuso a quienes eran condenados a muerte y fusilados tras juicios sumarios (Guerra 12; 42; 46–8; 57). Otra etiqueta funesta fue la de “siquitrillado”, o eliminado (física, moral o socioeconómicamente), que según César García Pons, en el Diario de la Marina de mediados de 1959, significaba “caída inmediata, fulminante, el exterminio del aludido” (García Pons). Casi de inmediato el gobierno amplió el uso de esas etiquetas de sus adversarios políticos a los dueños de grandes empresas y a toda la clase media o burguesía (que incluía a técnicos medios, maestros, policías, gerentes, pequeños empresarios, abogados, médicos, ingenieros, escritores, actores, músicos, periodistas); es decir, se extendió la subyacente discriminación racial a la socioeconómica y de paso se condenaba a los miembros de la sociedad civil. Casi de un día para otro el gobierno convirtió a los “blancos”, los miembros de las clases económicas medias, altas y los trabajadores sindicalizados, en los nuevos “negros”, los nuevos enemigos de la revolución lo cual era equivalente a ser enemigo del pueblo cubano según la propaganda castrista. Similar a una “raza inferior” del darwinismo social, estos enemigos han sido tratados desde entonces como seres inferiores, débiles y susceptibles a adquirir enfermedades contagiosas; tienen que ser separados de la sociedad y evitados los contactos con ellos.
La implantación de la identidad categórica revolucionaria como los nuevos “blancos” y la identidad contrarrevolucionaria como los nuevos “negros” (ambas identidades y sus etiquetas varían con las circunstancias) facilitó el proceso de resocialización, reeducación, de la población.3 Desde 1960 la productividad obrera disminuyó y el nuevo gobierno tuvo dificultad para mantener o aumentar el nivel de la industrialización (Guerra 45). A la vez, el conflicto interno tomó características de guerra civil entre 1961 y 1966 con la aparición de grupos guerrilleros revolucionarios que se opusieron al giro prosoviético que Castro dio a la revolución (Guerra 185; 188).4 El gobierno creó un nuevo rótulo para controlar a quienes rechazaban la reeducación y la participación en la economía estatal. Un aspecto interesante de la etiqueta del asocial o antisocial (más conocida como el individuo “apático” [Fernández Estrada]), es que tiene un antecedente similar en la Alemania nazi, llamada de la misma forma: asozial (Allen 66). En ambos casos, los gobiernos “necesitaron” crear nuevos enemigos entre los que rechazaban la adopción de la conducta socialmente aceptable por el gobierno-estado-partido (Triff “Internet” 475).5 En el caso cubano, un fragmento de un discurso de Fidel Castro de 1963 se puede tomar como modelo de racismo subyacente en la construcción de la identidad categórica del “apático” que Castro presenta como un enfermo por sus actitudes homosexuales. El escritor y cineasta Eduardo del Llano cita el fragmento del líder en una entrada de su diario en Internet. Dice Castro:
Claro, por ahí anda un espécimen, otro subproducto que nosotros debemos de combatir. Es ese joven que tiene 16, 17, 15 años, y ni estudia, ni trabaja; entonces, andan de lumpen, en esquinas, en bares, van a algunos teatros, y se toman algunas libertades y realizan algunos libertinajes. […] Claro que no chocan contra la Revolución como sistema, pero chocan contra la ley, y de carambola se vuelven contrarrevolucionarios. […] Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes “elvispreslianas”, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre.
… nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones. […] Estoy seguro de que independientemente de cualquier teoría y de las investigaciones de la medicina, entiendo que hay mucho de ambiente, mucho de ambiente y de reblandecimiento en ese problema… (De Llano, “Ideological”)
Los adolescentes cubanos que no estudian ni trabajan son descritos como “espécimen”, organizan “shows feminoides” que el líder considera “degeneraciones”. Castro asegura que además de cualquier explicación médica de estas conductas hay también en ellas “reblandecimiento” o debilitamiento contrario a la idea machista que asocia la salud con la virilidad y la dureza. El discurso racialista de inferioridad sociobiológica subyacente en etiquetas como “lumpen” (antisocial) y “pepillos” (apáticos o “enfermitos”) se encubre con la lucha de clases (“hijos de burgueses”) y el imperialismo (“actitudes ‘elvispreslianas’”), e indirectamente con la contrarrevolución. Las etiquetas creadas para señalar al nuevo enemigo (“negro”), la nueva identidad contrarrevolucionaria, impulsan el rechazo de la sociedad contra los individuos que se conduzcan en público de esa manera. Castro describe como debe ser el rechazo contra esas personas con acciones como atacar (“combatir”) y eliminar (“nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones”) a esas personas. Con estas frases el líder indica cuál es la conducta socialmente aceptable del “blanco” etiquetado como revolucionario (trabajar o estudiar y rechazar la música y la vestimenta occidental) y a quiénes los revolucionarios deben agredir y eliminar de la sociedad.6 Este rechazo se llevó a cabo con la expulsión de los “apáticos” de la vida civil, su internamiento en el Servicio Militar Obligatorio meses después (1963) y la consiguiente incorporación forzada a la economía en trabajos agrícolas dentro del ejército.7 Como señala Hogan, estas identidades categóricas son arbitrarias. En este caso unos jóvenes que solo unas horas antes del discurso de Castro eran “blancos” alegres, despreocupados, amigos, vecinos, hijos, primos o hermanos, son transformados en seres inferiores, “negros”, proclives a adquirir enfermedades que pueden contagiar a sus amigos, vecinos, padres, o parientes revolucionarios gracias al rótulo arbitrario impuesto por el gobernante. ¿Quiénes son los revolucionarios, los “blancos”, entonces? Nominalmente, todos los cubanos son revolucionarios; son “blancos”. En realidad, solo la familia Castro pasa la prueba de “blanquitud” y decide quiénes son “blancos” y “negros” en Cuba.
LA IDENTIDAD CATEGÓRICA CUENTAPROPISTA
En 1992 el régimen cambió su Constitución para convertir el país de ateo en laico (López), y al año siguiente aprobó el trabajo privado en algunos oficios menores; se llamó a quienes realizan estos trabajos “trabajadores por cuenta propia”, que es un eufemismo para ocultar el hecho de que algunos naturales cubanos podrían contratar su mano de obra sin necesidad de intervención del estado-gobierno-partido, poseer propiedad privada o los frutos de su trabajo y acumular esa propiedad en forma de capital después de treinta años de haberse prohibido.
En Cuba muchas personas mantuvieron sus creencias religiosas durante el periodo clásico del castrismo, sobre todo en el espacio secreto, pero los isleños no podían ser religiosos y revolucionarios a la vez; es decir, Castro autorizó que los pobladores de Cuba portaran identidades categóricas religiosas (“negras”) y revolucionarias (“blancas”) en público. Este cambio tuvo quizás un efecto en la psiquis isleña pero no en la economía. Algo similar comenzó a suceder con la autorización del trabajo privado; fue un proceso lento pero con otras consecuencias socioeconómicas. Los trabajadores privados, los “negros”, podían no solo mostrar su identidad práctica como vendedores de discos compactos y ofrecer sus servicios en público sino también portar la identidad categórica “cuentapropista” en la calle, el espacio ocupado exclusivamente por los revolucionarios, los “blancos”, hasta entonces; cuentapropista es la etiqueta peyorativa genérica de los microempresarios o emprendedores que trabajan por cuenta propia.8
La identidad categórica cuentapropista es negativa y tiene al menos tres funciones. El estado-gobiernopartido la usa para ocultar el desempleo, sostener a quienes no puede emplear y los servicios que no puede ofrecer, y para culpar a grupos sociales completos por los errores gubernamentales (chivos expiatorios). En una sociedad totalitaria dividida en revolucionarios con acceso al espacio público (los “blancos”) y contrarrevolucionarios sin acceso al espacio público (los “negros”), los cuentapropistas generan mucha confusión social.9 El cuentapropista ofrece mejores servicios que los del estado-gobierno-partido, y personifica el éxito de la iniciativa privada con su bienestar económico y el disfrute del fruto de su trabajo. La desigualdad social y la acumulación de capital producto del trabajo empresarial, que habían sido las culpables de todos los males del país y justificación para implantar el totalitarismo, mejoraban la calidad de vida de la población, disminuían la ineficiencia y mantenía un nivel bajo de desempleo.
¿Cómo funciona la etiqueta cuentapropista? El estado asigna la etiqueta cuentapropista para manejar a una gran masa de personas con la conformidad del resto de la sociedad. Por ejemplo, el régimen ha aliviado al estado del peso del empleo ineficiente de grandes masas de trabajadores con los permisos de trabajo por cuenta propia que otorga a miles de personas, pero si de pronto desea disminuir el número de individuos que trabajan por su cuenta lo hace igualmente con poca o ninguna inconformidad por parte de la población. En el 2013 prohibieron a “modistas,” “sastres,” “plomeros” y “vendedores de artículos de uso de hogar” la venta de productos importados (Agencias), y en el 2016 el régimen persiguió a los “boteros” o taxistas privados que cobraban más del precio tope decretado por el régimen (DDC, “El régimen”). Esto se debe en gran parte a la asignación de la identidad cuentapropista ante la cual la población actúa según el significado negativo o positivo que el régimen le impone, lo cual demuestra la afirmación de Hogan de que es una identidad arbitraria y que motiva a la sociedad a actuar según el poder le asigne un valor positivo o negativo a la etiqueta, desde convertirse en clientes fieles de los cuentapropistas hasta rechazarlos y no solidarizarse con ellos cuando son víctimas de desalojos, altos impuestos, inspecciones, multas, confiscaciones de mercancías, que el régimen utiliza para hostigarlos cuando lo estima conveniente. En otras palabras, los cuentapropistas podrían ejercer un papel similar al de los judíos en la España medieval o la Alemania nazi entre 1933 y 1939.
CUENTAPROPISTAS EN EL BLOG DE DEL LLANO
En la segunda parte de este trabajo observo cómo se presenta la racialización de la identidad categórica cuentapropista en la obra del escritor y cineasta Eduardo Del Llano publicada en Internet entre el 2015 y el 2016. Del Llano ha reflexionado indirectamente sobre el efecto de las diferencias socioeconómicas y la identidad revolucionaria en su blog o diario digital, llamado El Sitio Oficial de Eduardo del Llano. Por ejemplo, el escritor observó la racialización de la etiqueta peyorativa “rockero.” Del Llano dice en su interpretación del fragmento del discurso de Castro contra los pepillos “elvispreslianos” citado más arriba:
Ahí empezó todo: Fidel no sólo estigmatizaba al rockero con pantalones demasiado estrechos que anda con una guitarra y va a teatros (¡!), identificando moda con ideología e ideología con preferencia sexual, levantando así el banderín para que los que eran más revolucionarios que nadie reprimieran a cuanto joven les pareciera retratado, sino que apelaba a sentimientos aún más profundos: el machismo y el nacionalismo (o mejor chovinismo), la desconfianza, el odio a cuanto estuviera, o aun pareciera, contaminado de ambigüedad. (“Ideological,” palabras en cursiva, signos de admiración y paréntesis son de Del Llano)
La observación de Del Llano coincide con la descripción de Hogan sobre la identidad categórica y su utilización discursiva. Una etiqueta, “rockero”, identifica la supuesta “inferioridad” sociobiológica, la homosexualidad, con la identidad contrarrevolucionaria y, apelando a emociones profundas como la desconfianza y el odio, impulsa a los revolucionarios para reprimir “cuanto estuviera, o pareciera, contaminado de ambigüedad”.
El autor critica la división blanco/negro y favorece la coexistencia con la ambigüedad, sin embargo, el uso impreciso de la identidad cuentapropista tiene un efecto desorientador como muestra el escrito “Las clases”. Del Llano se pregunta si la sociedad cubana está dividida en clases y se responde con otras preguntas retóricas:
Los acomodados, la clase media local, ¿constituyen una verdadera burguesía? ¿O, al menos, una verdadera clase media? El tipo que vende DVDs quemados es dueño quizás de un par de ordenadores con los que manufactura su mercancía: ¿clasifica por ello como burgués, aunque sea un burgués muy pequeñito? El botero que convierte en taxi su viejo auto y el que ha montado un pequeño restaurant o una cafetería en casa y vive cercado por los impuestos, ¿se transformaron en clase explotadora durante una noche de luna llena o son meros proletarios emprendedores? El gerente de una corporación no es el dueño del hotel o la empresa, pero su hija, que se viste e interacciona como burguesa ¿no lo es? El que tiene otra nacionalidad, o está casado con un extranjero y habla como madrileño o mexicano, el nuevo rico que no posee grandes empresas –porque no se lo permiten– pero tiene en el banco un montón de dinero, ¿integra un estrato especial, o es un burgués mondo y lirondo? Si verde y con pinchos, guanábana…
El autor continúa:
¿O se trata acaso de aristocracia? Muchos dirigentes y funcionarios que se creen indestructibles, y sus hijos, se vanaglorian de un tren de vida tan distante del de un trabajador común como el de un rey dieciochesco del de un burgués de filas. No son absolutamente ociosos como los aristócratas, pero planifican los matrimonios para bruñir sangres, consolidar alianzas y fortunas…
La entrada finaliza con las siguientes preguntas:
¿Qué hay del presente? ¿Qué clases son estas? ¿Adónde pertenece un intelectual que no tiene la menor intención de erigirse en vanguardia de la clase obrera? ¿O el dirigente sindical que no representa a nadie y no puede hacer nada, o el estudiante que sólo aspira a terminar la carrera y largarse? ¿Adónde un campesino que jamás ha pretendido aliarse con el proletariado y no es dueño de sus propias reses?
¿Nos dirán que lo que no se ajusta a la teoría no existe?
¿Qué somos?
¿Burgueses? ¿Aristócratas? ¿Proletarios?
¿Esclavos? (“Las clases”)
El autor se pregunta si los portadores de las identidades prácticas (que entran dentro de la identidad categórica cuentapropista) como vendedores callejeros de música, taxistas, dueños de pequeños restaurantes o cafeterías son proletarios o burgueses. También se pregunta si los gerentes de empresas mixtas son burgueses porque proporcionan un alto nivel de vida a sus hijos (aunque no son dueños de los medios de producción). La respuesta parecer ser que sí en ambos casos (“si es verde y con pinchos, [entonces es una] guanábana”). La ilusión de igualdad socioeconómica parece haberse roto. Ser revolucionario (y “blanco”) y sostener la conducta socialmente aceptable, la obediencia, no garantiza vivir más y mejor. De esto se infiere que se puede poseer una identidad dudosa como cuentapropista (ser “negro”) y también vivir más y mejor (como los “blancos”).
Pero el autor hace otra pregunta más difícil de contestar: ¿a qué clase pertenecen quienes son intelectuales, trabajadores o estudiantes normales pero que no se ajustan al patrón de conducta aprobado socialmente, es decir, a quienes se considerarían apáticos? ¿Se puede tener una identidad ambigua como cuentapropista y ser aplaudido por el gobierno o ser un trabajador revolucionario que no finge entusiasmo y ser vigilado por régimen? La respuesta parece ser que no hay un espacio intermedio socioeconómico aceptado públicamente o no es suficientemente amplio para acoger las conductas de personas que serían normales en otros países, por ejemplo, que no fingen apoyar al gobierno pero que tampoco le roban al estado.
La pregunta más acuciosa final es “¿Qué somos?” De Llano no se pregunta quiénes somos, sino qué somos. Esto podría significar que el autor sabe quiénes son los cubanos pero no qué papel tienen en la sociedad actual. Pero no me detendré en analizar esta pregunta.
El artista tiene un historial de “meterse en candela” (tener problemas) con las autoridades culturales (“Breve recuento”), se considera “de izquierda” y goza de un prestigio internacional sólido; se puede decir que es uno de los escritores más brillantes de su generación; sin embargo, el efecto más notable en Del Llano de la imposición de la identidad cuentapropista es cierto sentimiento de inferioridad con relación a extranjeros, a cubanos casados con extranjeros, o a cubanos emigrados. Estas personas tienen privilegios por su ciudadanía o su residencia extranjera y disfrutan de un nivel socioeconómico que no tienen los cubanos revolucionarios empleados estatales. De nuevo el autor observa la racialización implícita en la figura del extranjero, que el régimen presenta bajo sospecha, mantiene aislado de la población y el contacto con él es visto con recelo (como el “negro”), pero sin embargo posee privilegios que los revolucionarios, los “blancos”, no gozan como disfrutar de recursos naturales, servicios turísticos incluido el turismo sexual, y explotación de recursos naturales y humanos en sociedad con el régimen. Algunos escritos de Del Llano parecen describir la mirada del extranjero sobre el autor como la mirada del blanco racista sobre el negro subalterno. Por ejemplo, en unas entradas del diario anota cómo los extranjeros lo ven a él a través de estereotipos paternalistas y le regalan unas muñecas rotas para su hija (“La solidaridad”), cómo el cubano que se casa con un extranjero habla “como madrileño o mexicano” para sentirse superior (“Las clases”), o cómo algunos cubanos emigrados profesan “una especie de racismo contra sus compatriotas, que a su modo de ver somos irremediablemente inferiores e intelectualmente degenerados por el hecho de vivir bajo dicho régimen” (“Los incubanos”).
Otro efecto que la identidad cuentapropista parece tener en el autor es la posibilidad de adoptarla. Del Llano es uno de los cineastas que solicitan una ley de cine que legalice la creación y producción audiovisual independiente desde el 2013 (“Ley de cine”). El artista ha reunido a un grupo de colegas bajo el sello Sex Machine Producciones que tendría la forma de una cooperativa no agrícola para producir y comercializar productos audiovisuales (Escobar, “La Epica;” Del Llano, “La cultura”). Unos doce cortometrajes independientes dirigidos por Del Llano llevan los créditos de esta empresa productora, pero la cooperativa no podría funcionar o tendría que hacerlo bajo un estado “alegal” o ilegal porque no hay leyes que regulen esta actividad comercial (Triff, “Internet” 476). Si se aprobara una ley que ofreciera la oportunidad a los portadores de identidad revolucionaria de ser cuentapropistas como tienen artesanos, músicos, pintores y escritores, por ejemplo, los cineastas podrían reconciliar su identidad revolucionaria (“blanca”) y su prestigio social con el económico, como sucedió durante el castrismo clásico bajo el patronazgo soviético, pero el gobierno prefiere forzar la emigración de los artistas antes de ofrecerles esa oportunidad. El autor ha tocado indirectamente el asunto en “Yo, tú, el artista”:
Desde el punto de vista del poder, antes se consideraba traición, o poco menos, el excesivo flirteo del creador con los espacios internacionales. Ahora, por el contrario, es como si el Estado prefiriese que el artista se busque la vida por ahí, exponga sus piezas o baile o dé conferencias en sitios exóticos y deje de joder en suelo patrio. Conviene más el creador que tiene algo que perder, o bien que se larga de Cuba si se le pone el dado malo, que aquél otro cuya aspiración es, todavía, sacudir conciencias y generar iniciativas por acá. La Ley de Cine, por ejemplo. De quienes se quedan en su país, el poder espera que entonen loas cada vez que se les pida, que siempre estén disponibles para galas, homenajes o para realizar películas patrióticas; que no se enojen o se traguen su rabia si cualquier extranjero recién llegado… recibe la atención y los permisos que los creadores nativos se las ven moradas para conseguir; que no protesten si les pagan tarde y mal, si sus criterios son ignorados y quedan sin respuesta sus demandas. (“Yo, tú, el artista”)
Del Llano no comprende que el régimen prefiera a quienes solo desean beneficios personales a corto plazo y no a los artistas que desean “generar iniciativas” sociales. El escritor parece contestarse a sí mismo cuando expresa que “el poder espera [de quienes se quedan en Cuba] que entonen loas cada vez que se les pida”. Con esto parece confirmar uno de los argumentos de este trabajo, a saber, que lo que el gobierno- estado-partido exige no es que los individuos tengan iniciativas ni buenas intenciones de mejorar el país sino obediencia, es decir, la conducta que se exige de quienes se encuentran bajo reglamento militar o carcelario.10
LA ECONOMÍA DE LA IDENTIDAD DE AKERLOF Y KRANTON
¿Cómo George Akerlof y Rachel Kranton explicarían el efecto de la identidad cuentapropista en la obra de Del Llano? De manera muy simplificada podría exponerse de la manera siguiente. Los economistas parten de la premisa que las personas eligen en cierta medida su identidad y esta identidad les proporciona utilidad en la sociedad. Esa identidad se manifiesta en acciones y categorías para ajustarse a un modelo de prescripciones y recibir adecuada recompensa social (beneficios económicos, prestigio social); el individuo elige una acción favorable al apoyo de su identidad porque comportarse de manera contraria produce ansiedad y el sujeto tiende a evitarlo (Akerlof y Kranton, “Economics” 718–20). En nuestro caso debe tenerse en cuenta que las condiciones extremas detalladas más arriba hacen este modelo poco efectivo para predecir la identidad elegida, pero es útil como ilustración para enriquecer las perspectivas de la identidad. En Cuba las identidades son impuestas en grado mucho más alto y el margen de elección es muy pequeño y debe agregarse que muchas de las acciones cotidianas se desarrollan en el espacio secreto, no en el público. Además, es una sociedad en la que “guardias” e “internados” no pueden llevar una vida moral ni legal, mienten (doble moral) y roban (bolsa negra) para supervivir, lo cual conlleva acomodarse a un estado de inestabilidad emocional permanente. Los pobladores de la isla elegirían la identidad revolucionaria (“blanca”) y ejecutarían las acciones socialmente aceptables en el espacio público como la obediencia al discurso de los Castro para acercarse al modelo de identidad que sería la narrativa oficial de la vida de Ernesto Guevara. Por ejemplo, los revolucionarios serían empleados estatales, leerían el periódico Granma, repetirían noticias y opiniones parafraseando lo leído ese día y se comportarían como se recomienda.
En una sociedad en la que se sigue la identidad revolucionaria, ejecutar acciones que no corresponden a esa identidad causa agitación, incertidumbre, porque las personas tienden a rechazar a quienes no se comportan como ellas, así que ciertas acciones pierden su utilidad y el individuo siente presión para abandonarlas o adoptar otra identidad (la cuentapropista) para obtener la recompensa que busca. ¿Por qué entonces hay individuos que persisten en cuestionar las acciones recomendadas por el estado-gobierno-partido a los portadores de la identidad revolucionaria? Por ejemplo, ¿por qué los cineastas revolucionarios (“blancos”), como Del Llano, solicitan leyes que les permitan actuar como cuentapropistas (“negros)? ¿Por qué los jóvenes periodistas revolucionarios “oficialistas” declaran que seguirán colaborando como periodistas independientes o alternativos con la prensa no oficial aunque son criticados y perseguidos por el gobierno (DDC, “Carta”), es decir, actúan contrario a la identidad que presentan en público? Akerlof y Kranton contestarían diciendo que la identidad revolucionaria ha perdido su utilidad para la capa más baja de los que sostienen el estado-gobierno-partido, el “bajo clero”, esa capa delgada de la “clase media” que se encuentra entre la aristocracia y la “clase baja”; mientras que la identidad cuentapropista parece proporcionar cada vez mayor recompensa (payoff).
¿Tiene respuesta la sugerencia de los cineastas y los periodistas de generalizar la identidad revolucionaria para que incluya los beneficios económicos de la identidad cuentapropista? ¿Tiene respuesta la sugerencia de Del Llano de fomentar un espacio público donde se pueda practicar la identidad individual sin tener que fingir apoyo al gobierno y robar al estado? Akerlof y Kranton responderían que sí. Las categorías sociales y las conductas prescritas se pueden cambiar (732; 735; 748), de hecho se cambian constantemente, por ejemplo mediante la publicidad (717), la influencia de corrientes culturales como el feminismo (735), y la justicia como las leyes contra la discriminación sexual (736). Para conseguirlo debe despojarse de contenido racista el discurso revolucionario, deben abandonarse el uso discriminatorio de las identidades categóricas revolucionarias/ contrarrevolucionarias, debe darse igualdad de oportunidades a todas las profesiones de trabajar en el sector privado y deben todos los trabajadores poder contratar libremente su fuerza de trabajo y ser dueño del fruto de su labor.
Cabe una pregunta más. ¿Qué solicitan realmente estos profesionales afiliados al gobierno a las propias instituciones gubernamentales para las que trabajan? La petición que subyace bajo estas reclamos es la de convertirse en ciudadanos cubanos y vivir en una sociedad donde no se practique el racismo bajo la cobertura de la “lucha de clases”. Pero como se ha visto más arriba, el gobierno-estado-partido ha usado la racialización de identidades categóricas para manejar a la población desde 1959, aunque nunca antes la identidad revolucionaria se había devaluado tanto. La respuesta del gobierno para manejar de fracaso del estado (failed state) es la expulsión de la sociedad de quienes no se ajustan a la identidad revolucionaria, y da muestras de que está determinado a hacerlo con una nueva generación de pobladores cubanos (Cartaya).
ALGUNAS CONCLUSIONES
1. Más de trescientos años de sociedad esclavista facilitan la racialización del discurso revolucionario mediante identidades categóricas que subyacen en ese discurso, en las que las etiquetas discriminatorias blanco/ negro equivalen a identidad (etiqueta) revolucionaria/ contrarrevolucionaria. La imposición de estos rótulos se agudiza desde 1959 cuando una versión de esos discursos revolucionarios que emanaba literalmente de la palabra de Fidel Castro se convierte en la Ley, en el Discurso, la medida por la cual se rigen todas las transacciones sociales, políticas (o mejor, policiales o militares) y económicas en el espacio público. Esta expansión del discurso eliminó el espacio privado (o convirtió en espacio privado de Castro todo el espacio de la sociedad, según se quiera ver). Las transacciones del espacio privado pasaron al espacio secreto como, por ejemplo, la bolsa negra.
2. La identidad cubana ha sido equiparada a, y finalmente sustituida por, la identidad revolucionaria de manera que quien no porta la etiqueta de revolucionario tampoco es cubano (ni es “blanco”). Este proceso hace “natural” varias actitudes y conductas. Primero, que a casi ninguna persona natural cubana le ofendería que la llamen revolucionaria (ni a los residentes en Cuba ni a los exiliados); es “normal” que los cubanos se consideren a sí mismos revolucionarios y acusen como contrarrevolucionarios (con ese y otros epítetos) a quienes los contradicen con toda la implicación que esto conlleva en cuanto a negarle la cubanidad y la “blanquitud” (y el derecho a una posición relevante en la economía y en la sociedad). Es también normal que un revolucionario vea como una amenaza, como a un extranjero (como a un “negro”), a quien no lleva el rótulo de revolucionario, y esto autoriza (legalmente) y “permite” (moralmente) al revolucionario descargar su odio contra quien no es revolucionario, que participe en el despojo de sus derechos y sus bienes materiales, y en la explotación de su fuerza de trabajo. Muchas veces esto sucede siguiendo las órdenes (policiales, militares) del estado-gobierno- partido, pero en muchas otras ocasiones los revolucionarios maltratan a quienes no parecen serlo porque presuponen (culturalmente) que sus acciones no serán castigadas, como por ejemplo muchos casos de maltrato policial. Los cubanos exiliados, portadores en su mayoría de la identidad revolucionaria (en su versión mambisa, antimachadista, bonchista, socialista, comunista, auténtica, ortodoxa, batistiana, estudiantil, castrista, o anticastrista), se comportan de manera similar.
3. El estado-gobierno-partido utiliza el racismo oculto en la identidad revolucionaria para resolver problemas socioeconómicos inmediatos o eliminar del panorama socioeconómico a quienes no se ajusten al mismo. A un nivel más peligroso la función de la identidad categórica como la identidad cuentapropista es señalar en cada momento al “enemigo” contra quien se puede movilizar el rechazo y la segregación social de grupos enteros de la población, de ahí su potencial carácter genocida. Como demuestra Michael T. Allen en The Business of Genocide (2002), en la economía política de países totalitarios, apoyada en una fuerza de trabajo en condiciones de servidumbre, el manejo de las identidades es más importante que la destreza o eficiencia de los trabajadores. La necesidad de encontrarse en lucha contra un enemigo es más importante que vencerlo. Los “guardias” reafirman su identidad cuando castigan a los “internados” así como cuando humillan a los internados para recordarles su condición como seres subhumanos, no solo subalternos. De igual manera, lo que da sentido a la economía política totalitaria es el estado de movimiento constante más que el producto final, que se ha llamado “political economy of misery” que traduzco como “economía política de la indigencia extrema inducida” (Allen 96).
Este proceso no se dirige solo contra los identificados como contrarrevolucionarios (los “negros”) sino que también afecta a los que portan identidades revolucionarias (los “blancos”) lo cual demuestra que la perspectiva del gobierno-estado-partido sobre la población cubana ha sido una perspectiva militar más que una perspectiva política (Triff, “Cambio” 332); para la familia gobernante los “guardias” y los “internados” no son diferentes. La lógica aparentemente indiscriminada con la que se impone la identidad cuentapropista es un ejemplo de que el régimen no cree en la lealtad de sus seguidores ni en la peligrosidad de sus críticos (con razón en ambos casos).
4. Las agudas observaciones de Eduardo del Llano publicadas en Internet muestran las perturbadoras consecuencias de la imposición de la identidad cuentapropista a la población. Una de las intuiciones más relevantes es considerar a vendedores de discos compactos o taxistas como burgueses o “capitalistas” porque si las ganancias de un taxista lo colocan en el ápice de la sociedad ¿cuán pobres deben ser quienes se encuentran en la base de la pirámide social? El acoso a cuentapropistas como los conductores de autos de alquiler, o boteros, indica además la intención de castigar a quienes desean ver y conservar el fruto de su trabajo. Esta conducta es consistente con el estudio de Allen para sociedades totalitarias en las que el trabajo se impone como forma de castigo, de humillación y despersonalización del individuo, aunque se desperdicien recursos y se pierda eficiencia económica.
El fin de la ilusión de igualdad despierta la incertidumbre para quien desea seguir siendo revolucionario, “blanco”, y mantener un nivel económico superior a la simple subsistencia como parece desear Del Llano. La identidad revolucionaria tampoco garantiza el prestigio (capital) social debido a que los extranjeros disfrutan de privilegios que les están vedados a los revolucionarios comunes y corrientes; parece imposible reconciliar la identidad revolucionaria y el nivel de vida que proporcionaría la identidad cuentapropista. Raúl Castro ya había anunciado el fin del igualitarismo pero la población no sabe cuáles son las “reglas del juego” para tener acceso a la igualdad de oportunidades porque en realidad no funcionan bajo la ley o el mérito profesional sino el privilegio que Castro otorga (Castro “Socialismo”).
5. Calificar la economía cubana como economía de guerra (Azor) o de subsistencia (Triff, “Internet” 479) tiene consecuencias en las identidades. En una economía de guerra los ciudadanos se transforman en soldados y prisioneros de guerra (enemigos internos) que deben ser neutralizados, mientras que en una economía de subsistencia los ciudadanos se transforman en pobladores de un territorio en el que están forzados a la vida nómada, a trasladarse de un lugar a otro, cambiar de oficio y de posición social, para subsistir. El cuentapropista es una especie de internado ambulante, de buhonero o quincallero, a veces sujeto a la ley o al privilegio y otras abandonado a su suerte. Ambas perspectivas quizás describen el mismo fenómeno. Mientras la economía de guerra o de saqueo (Azor; Triff, “Falsas”) describiría la vida en el “frente” la economía de subsistencia describiría la vida diaria en la “retaguardia”. Jorge Sanguinetty ha calificado la economía política castrista como embargo interno (Sanguinetty).
6. La economía de la identidad de Akerlof y Kranton iluminan aspectos identitarios y económicos que de otra forma pasarían desapercibidos. En este trabajo se esboza su aplicación solo con el propósito de invitar a los especialistas a profundizar en el estudio de las identidades en la economía cubana. Por ejemplo, un análisis superficial como el que se muestra, es capaz de sacar a la luz la devaluación de la identidad revolucionaria, el reclamo explícito de los profesionales “oficialistas” de participar en el sector privado y el implícito de adoptar una identidad moderna ciudadana más allá de la maniquea identidad revolucionaria.
7. Finalmente, este trabajo es una invitación a abandonar los marcos de la Guerra Fría en los estudios de Cuba. Las perspectivas que ofrecen los estudios culturales como la narratología cognoscitiva, los estudios del Holocausto y del genocidio comparado son acercamientos que ayudan a comprender el totalitarismo castrista y a resolver problemas presentes y futuros como la emigración. Por ejemplo, conocer cómo el gobierno usa las identidades categóricas y el labelling contribuye a explicar las migraciones masivas. Para Estados Unidos parecería una explosión caótica pero un estudio detenido de la manipulación de identidades muestra que es una calculada selección, concentración y expulsión (o eliminación) de individuos específicos con propósitos concretos. También muestra que el proceso de selección es, más que político, policial. Para convertirse en “enemigo” solo hay que ser “diferente.” Como demuestran países como la Unión Soviética y la Alemania nazi, el empleo efectivo de toda la población se obtiene con la eliminación física de los desempleados del espacio público ya sea mediante la guerra, el trabajo forzado (internamiento, exportación de mano de obra) o la expulsión del territorio (incluido el genocidio). Los periodos de “estabilidad” ocurren entre una “limpieza” de la población y la próxima, como sucede desde 1959 hasta la que se experimenta hoy. Gobiernos clientes como el de Castro no realizan solos esta operación brutal de equilibrio de la “bolsa de trabajo.” Los Castro cuentan con la anuencia o la resignación de los estados patrones europeos y estadounidense; cuentan con subsidios de sus patrones en forma de préstamos; cuentan con la legitimidad que sus patrones proporcionan. En esa relación es donde hay que fijar la atención.
OBRAS CITADAS
FOOTNOTES
1. Esto no justifica los actos criminales ni exime de responsabilidad a quienes cometen estos delitos graves sino agregan complejidad a la comprensión del totalitarismo castrista. El concepto de “verdugo voluntario” que Daniel Jonah Goldhagen desarrolla en su Hitler’s Willing Executioners (1996) podría aplicarse a los cubanos mayores de 20 años en 1959 que participaron activamente en la transformación totalitaria. Las próximas generaciones sí se vieron afectadas por una combinación de terror, adoctrinamiento y persuasión. Además debe agregarse un rasgo importante de la cultura cubana. Existe la tradición del “castellano viejo”, el reclamo de un lugar de privilegio en la sociedad basado en la “limpieza de sangre”, es decir, no tener herencia judía ni musulmana. Una variante es el “temor al negro” de la sociedad esclavista isleña. En una sociedad donde los europeos blancos tienen privilegios y los africanos negros carecen de lo más necesario para supervivir, es razonable que muchos quieran ser “blancos”, mostrar un color de piel claro y unas conductas asociadas a los europeos. Esta actitud pasó a quienes reclamaban ser descendientes de militares del Ejército Libertador, quizás primero para heredar la pensión, pero luego como exigencia ser “blanco” durante la república. Remedando la sociedad esclavista, es lógico que en una sociedad donde los revolucionarios (los “blancos”) tienen “privilegios” y los contrarrevolucionarios carecen de lo más necesario para supervivir (o se encuentran presos, expulsados de Cuba o en el cementerio) que todos quieran ser revolucionarios y adopten las actitudes y conductas indicadas por el gobierno.
2. La identidad revolucionaria no parece contar mucho para los líderes de Cuba, aunque todavía la invocan de vez en cuando, lo cual demuestra que para ellos la etiqueta “revolucionario” como la “contrarrevolucionario” son solo formas de obtener obediencia de y movilizar a la población. Los revolucionarios tendrían entonces una posición compleja parecida a la del Consejo Judío (Judenrat) en los guetos de Polonia que describe Hilberg, según la cual los consejos funcionaban para la transmisión de las órdenes de los líderes nazis a la población judía, el uso de una policía judía para hacer cumplir la voluntad de los líderes, la extracción de propiedad judía, de mano de obra judía y finalmente de la vida de los judíos. Aunque los Consejos Judíos se preocuparon por aliviar el sufrimiento en los guetos, también respondieron a las exigencias de obediencia y actuaban bajo la autoridad de los nazis para forzar a la comunidad judía a obedecer (217–18).
3. Hacia finales de 1961 los discursos revolucionarios de corte liberal que impulsaron el conflicto civil contra Batista, o los de corte anarquista de los primeros días de 1959, se habían reducido literalmente al discurso, la oratoria, las palabras de Fidel Castro por parte del gobierno. Se pueden señalar sus conocidos discursos de declaración del estado socialista y “Palabras a los intelectuales” como los primeros en los que Castro en persona determinó las identidades categóricas y las etiquetas con las que las autoridades califican a la población y a las que la población debe ajustar su conducta pública.
4. A partir de 1961, con la confiscación de las últimas publicaciones independientes, cesa de funcionar la sociedad civil y la oportunidad de cualquier tipo de desafío político público (Triff, “La sociedad civil y el ensayo”). Los discursos revolucionarios son sostenidos por quienes se oponen a Castro pero no existe posibilidad de esgrimirlos en público dentro de Cuba. Lo que existe es un conflicto militar entre 1961 y 1966. Hacia 1965 la voluntad del líder se expresa en sus discursos cada vez más con el lenguaje retórico de la gran narrativa marxista-leninista-estalinista de la metrópolis soviética.
5. Una vez eliminada la sociedad civil y exterminados los enemigos militares y políticos, los regímenes totalitarios crean un vacío que llenan con personas acusadas de ser enemigas del estado pero el “delito” real es ser “diferentes” que muchas veces significa ser modernos (Triff, “paradojas” 187), no necesariamente sus ideas políticas ni sus actividades de oposición política, o por su desobediencia. Técnicamente no puede haber actividad política porque no existe espacio público para ejercerla. Una sociedad militarizada como cubana tal y como la describen los libros de textos de historia y sociología no tiene cabida para la política, como sería anacrónico hablar de política en un cuartel, una cárcel, un hospital. La política, la negociación (si la hay), se reduce a obtener mayor o menor consentimiento, violencia, arbitrariedad, privilegio; eso es lo que el líder “negocia” con los pobladores de Cuba.
6. En la literatura sobre las revoluciones se utilizan conceptos como reeducación y resocialización para describir los efectos de las “transformaciones” socioeconómicas. Estos estudios prestan atención a los cambios pero no de manera igual al destino de las víctimas, que en muchas ocasiones encierra a segmentos completos de la población incluidos mujeres, niños, ancianos, que son eliminados de la sociedad con violencia. Puede afirmarse que es consustancial a una revolución las acciones de corte genocida contra la población civil posterior al triunfo o en la retaguardia. Una perspectiva importante de cómo los líderes eliminan a quienes perciben como enemigos se encuentra en Daniel Jonah Goldhagen, Worse than War (2009). Según Goldhagen, el eliminacionismo es una tecnología que va más allá de encarcelar, expulsar o aniquilar a sus víctimas y sus acciones tienen consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales trascendentes. El eliminacionismo se dirige contra enemigos reales o imaginados porque son percibidos como amenaza al poder y los líderes se dedican a despojar a las víctimas de propiedad, posiciones económicas y prestigio social. Esto se logra de varias maneras como explotando la mano de obra de las víctimas aunque sea de manera improductiva; las victimas trabajan para legitimar una ideología y sostener el sistema político. Una de las transformaciones revolucionarias es el cambio de la composición y estructura de la sociedad en la que las víctimas son perjudicadas y grupos selectos se benefician apropiándose de las posiciones de las víctimas. La tecnología eliminacionista intenta homogenizar el país y destruye o suprime prácticas culturales, objetos materiales e inmateriales de la población eliminada. Esto puede implicar la expulsión o destrucción de las personas portadoras de esos valores, conocimientos, ideas, prácticas socioculturales y sus instituciones. Esta operación se realiza a nivel físico y psicológico en cada individuo. Uno de sus implementos es la humillación física y psicológica en la que las víctimas se usan como objetos sin valor y se las tortura de manera imperceptible; por ejemplo, se las obliga a realizar trabajos inútiles o denigrantes, como colas en las que no hay suficiente mercancía en venta, venta de alimentos en mal estado, registros policiales, multas, impuestos arbitrarios, confiscación de propiedad, expulsión de empleos o restricción de movimiento dentro del país. El victimario busca con estas actividades no solo eliminar a las víctimas sino expresar su poder y legitimarse a sí mismo ante los demás en el proceso de eliminación.
7. En 1965 se crearon los campos de trabajo forzado conocidos por el eufemismo de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) en los que concentraron a personas etiquetadas como católicos, Testigos de Jehová, protestantes, artistas, intelectuales, campesinos, homosexuales, entre otros, por conductas inaceptables o rechazo al proceso de resocialización. Los objetivos de estos campos eran parecidos a los que Michael T. Allen menciona para los campos de concentración nazis: mano de obra gratis y castigo por los supuestos daños causados a la revolución (42–46). Pero Allen asevera que los campos de trabajo tuvieron una función disciplinaria más importante que la “pragmática” de producción económica. “Inside the camps, work conformed to the primacy of policing—defined as the enforcement of discipline—not the primacy of production. Work details kept prisoners constantly working and continually exhausted. Menial tasks like digging ditches made them amenable to control, less likely to mount resistance or plot scape.” “Beyond the efficacy of control, concentration camp labor also served as a means of inscribing political identity, on both prisoners and guards. Very early on, the SS designed work details chiefly to punish political enemies” (43). Más adelante Allen resume: “The concentration camp did not demand the quality or quantity of [prisoner] labor, or [prisoner] mere passivity; work was a means of demoralization” (45).
8. Debe entenderse que durante muchos años los individuos tenían una identidad práctica variada (oficio, profesión) y dentro de algunas de las identidades prácticas-categóricas (obrero, estudiante o soldado) pero todos dentro de una sola identidad categórica general: revolucionario, o sea, “blanco”. El estado-gobierno-partido proporcionaba trabajo, alimento y techo a todos los portadores de esta identidad. Cada persona etiquetada como contrarrevolucionaria, o “negro”, era condenada cuando menos al ostracismo social, perdía su empleo y ponía engrave peligro su sustento y el albergue suyo y de su familia. Los portadores de identidades como las religiosas o las homosexuales, por ejemplo, eran calificados como contrarrevolucionarios. La etiqueta facilitaba la identificación, el ostracismo y la persecución; los contrarrevolucionarios no podían tener un empleo calificado, sin importar el nivel de educación ni entrenamiento técnicoprofesional.
9. La palabra “cuentapropista” podría estar relacionada a “precarista” o persona que usa o retiene en precario (de manera inestable y de poca duración y sin derecho) cosas ajenas. En Cuba se le llamaba precaristas a quienes ocupaban terrenos que no les pertenecían moviendo las cercas limítrofes en secreto (Espinosa 364). El trato, de hecho, que reciben los trabajadores privados por parte del gobierno parece confirmar esta percepción aunque sus actividades son legales.
10. Eduardo del Llano “cerró” el blog el 2 de agosto de 2016 mientras que sus escritos en la revista digital OnCuba se regularizaron alrededor de esa fecha (“Amor”). La colaboración del autor con OnCuba, una revista autorizada por el régimen pero propiedad de un empresario de Miami, lo convertiría en un periodista independiente o alternativo y podría considerarse un trabajador por cuenta propia, pero el régimen no ha autorizado el periodismo independiente o alternativo como un trabajo privado. Las quejas de los periodistas afiliados al gobierno que reclaman una ley que regule su colaboración con los medios de prensa independientes extranjeros se ha incrementado justo después de presentado este trabajo, siguiendo de cierta manera a los cineastas independientes de los que se ha escrito en otra parte (Triff, “Intelectuales” 338; Triff, “Internet” 476–79). El crítico Dean Luis Reyes fue el primero que se preguntó por qué no podrían agruparse miembros de otros gremios profesionales y solicitar una ley que regule el trabajo privado de su profesión (Reyes). A mediados de 2016 se hizo pública una carta de protesta de los miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas del periódico Vanguardia. En la carta expresó el derecho a publicar en medios de prensa no estatales para responder a la crítica gubernamental por sus colaboraciones; se protestó también contra la persecución de agentes del gobierno y se expresó la frustración porque el gobierno no acaba de aumentar el salario de los periodistas, de aprobar la Ley de Prensa y reordenar los medios de comunicación. (DDC, “Carta”). Un editorial de Periodismo de Barrio amplió el debate sobre la prensa oficial y los periodistas independientes (Periodismo de Barrio). Una nota de Javier Simoni informó además sobre la escasez de periodistas y de la “emigración” de periodistas a medios de prensa digitales como Progreso Semanal, IPS, Havana Times, Periodismo de Barrio, El Estornudo y El Toque. También publicó la diferencia entre la colaboración con medios no oficiales y el salario de un periodista. El pago promedio por artículos de los periódicos mencionados es de entre 15 y 30 CUC, “más de la totalidad del salario de un mes del mes en un medio oficial”, según Simoni. Los periodistas se encuentran entre los trabajadores peor remunerados según la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), citada por el periodista (Simoni). Las expresiones de estos periodistas oficialistas podrían ser una ilustración adicional de la incertidumbre socioeconómica y el uso de las identidades categóricas para controlar a la población que se estudia en este trabajo, en particular por el tratamiento a los periodistas como sospechosos de un delito, que es usualmente parte del proceso de transformación de revolucionarios en contrarrevolucionarios.
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